Lecciones de Vida y Saber
Hay celebraciones que se nos graban en la memoria y nos acompañan toda la vida. Entre ellas, quizá las más significativas sean aquellas relacionadas con los logros académicos. No solo porque nos llenan de alegría y orgullo, sino también porque se convierten en momentos compartidos con la familia y los amigos, quienes celebran con la misma emoción, como si el triunfo fuera suyo.
Hace ya varios terminé mi bachillerato, un recuerdo que aún conservo con cariño y nitidez. En Colombia, este acontecimiento se vive de una manera solemne, con una ceremonia en la que el director del colegio entrega a cada estudiante el diploma que lo acredita como bachiller. Siempre están presentes los padres, compartiendo esa felicidad y sintiendo que el esfuerzo de sus hijos también les pertenece.
El fin de la secundaria representa mucho más que la obtención de un título: es el puente entre la adolescencia y la vida adulta, el inicio de los estudios universitarios, de la vida laboral y, en el caso de muchos hombres, también del servicio militar obligatorio.
Tuve la fortuna de culminar mis estudios en el Instituto Técnico Agrícola de Paipa, un colegio especializado que reunía a jóvenes de diferentes regiones del país para cursar los dos últimos años de la secundaria. Como lo indica su nombre, su orientación estaba enfocada a la formación agrícola y pecuaria, con el propósito de preparar a futuros profesionales comprometidos con el campo colombiano.
Aunque era un colegio mixto, predominaban los varones, y la mayoría de los estudiantes veníamos de fuera del pueblo, e incluso del departamento. Cada grupo se identificaba como “colonia”, según la región de origen, lo que llenaba el colegio de diversidad cultural y tradiciones.
Recuerdo, por ejemplo, a los compañeros del Tolima, tierra de música y alegría. Uno de ellos, nos deleitaba con su voz y su guitarra, interpretando canciones que estaban de moda en la época. Su versión de ¿Usted qué haría?, de Diego Verdaguer, era tan sentida que a veces parecía igualar al propio artista. Sus paisanos compartían esa misma calidez: eran atentos, educados y con un trato que parecía sacado de la realeza.
Los compañeros del Huila también se distinguían por su afecto y su nobleza. Brillaban en el baile, ya fuera con Bambucos o con cualquier tipo de música. Nunca olvidaré la graduación, cuando el padre de un amigo opita tomó el micrófono y nos regaló un discurso lleno de sabiduría. Nos habló de la educación no como un cúmulo de conocimientos, sino como una herramienta para crecer como personas. Aún conservo en la memoria aquella anécdota que compartió:
- ¡Adiós, hombre sin título! - le dijo un recién graduado a otro.
- ¡Adiós, título sin hombre! – respondió el aludido con gran firmeza.
Palabras sencillas, pero profundas, que nos recordaban que el verdadero valor de un ser humano no lo define un papel, sino su integridad y su esencia.
Entre mis compañeros también hubo quienes se destacaron por su singularidad. Recuerdo a uno en particular que, además de tener una mente brillante, llamaba la atención por sus excentricidades al vestir: un día aparecía con calcetines de colores distintos, otro con atuendos poco convencionales. Al principio, muchos lo mirábamos más por su ropa que por su talento, pero cuando llegó a la final en una competencia académica intercolegial, todos empezamos a verlo de otro modo: ya no nos fijábamos en sus zapatos, sino en la seguridad de su mirada y en el valor de su logro.
Y cómo olvidar a los compañeros de las bellas y bravas tierras santandereanas. Tenían un carácter fuerte y disciplinado, lo que siempre los hacía destacar en lo académico, pero al mismo tiempo sabían equilibrar todo con un humor encantador que aligeraba las exigencias del estudio. De este grupo tan especial nació una de las mayores bendiciones de mi vida: mi mejor amiga, una mujer brillante y generosa, que hasta hoy, desde la distancia, me cuida y me acompaña como si fuera mi hermana de corazón.
El grupo de los anfitriones se dividía en dos: los del Paipa y los que venían de otros pueblos boyacenses. Desde el primer día nos recibieron con afecto y lograron que nos sintiéramos en casa, especialmente a quienes veníamos de tierras lejanas y apenas podíamos ver a nuestras familias. Las compañeras paipanas se destacaban no solo por su belleza exterior – que incluso las llevaba a ganar concursos – sino, sobre todo, por la ternura y el cariño con que nos trataban.
Los compañeros de la costa traían consigo la chispa y la frescura de su tierra, alegrando cualquier espacio con su manera espontánea de ser. Su talento artístico era auténtico y variado.
Y, por supuesto, no podían faltar los llaneros, que cantaban joropos y tocaban el cuatro como verdaderos dioses. Entre ellos había tres mujeres que, aunque no interpretaban música, iluminaban cada lugar con su simpatía y su cercanía, haciendo que uno se sintiera afortunado de compartir esos momentos a su lado.
Hoy, al recordar todo esto, me doy cuenta de que, más allá de los diplomas, lo que realmente permanece son las vivencias, los rostros, las palabras y los lazos que se formaron en esos años. El bachillerato no fue solo un paso hacia la vida adulta: fue un capítulo lleno de amistad, aprendizaje y memorias que, sin duda, dejaron una huella imborrable en nuestros corazones.
Todo mi cariño, por siempre, para mis compañer@s de la promoción del 85. Espero que disfruten mucho de su reencuentro este mes.