Lecciones de vida
La cola en frente de la casa de don Anatolio era larga. Había que hacerse un tal examen médico como parte de los requisitos para entrar a la escuela secundaria. Al plantel educativo había que llegar gozando de lozanía juvenil, y ese veredicto era confirmado por el doctor Blanco, un médico que solía ir de vacaciones a Chiscas y que confirmaba por escrito que el estado de la salud de los alumnos fuera óptimo.
El doctor Blanco, con una mano saludó a mi padre y con la otra me abrió los ojos para examinarme. El texto del certificado médico era el mismo para todos los estudiantes, y a todos nos formulaba el mismo complejo multivitamínico.
De camino del pueblo al colegio, por la vía de la planta para formalizar la matrícula, los padres de familia hablaban del uniforme de educación física y del de diario. Algunos, incluyendo el mío, estaban preocupados porque no había tela para el delantal de las niñas, a pesar de habérsela encargado jueves tras jueves a los cuchanos.
El día de la matrícula terminó con la visita a la droguería Ramírez, donde algunos padres fueron a comprar o a fiar las dichosas vitaminas. Lolita, la encargada de la salud del municipio en esa época, miraba las fórmulas de reojo y amablemente le recordaba a todo el mundo que las vitaminas eran solo un complemento alimenticio. Mi padre tomó la vocería y dijo que, si de alimentación se trataba, pues entonces que había que empacar más arepa tiesa para el desayuno, más habas tostadas para el recreo y más cuajada con miel de caña para la merienda. Además, aclaró que, como el guarapo era tan fuerte, entonces que había que llevar a los chicuelos a beber masato de arroz al toldo de doña Lucrecia.
A la semana siguiente, en el patio de mi casa, la yegua Paloma, mi padre y yo estábamos listos para la partida. La aventura de mi escuela secundaria comenzaba. Era una tarde radiante, acompañada por el ruido de la quebrada y la música de las chicharras. A lo lejos, en el horizonte, se veía el pico de Rechíniga que señalaba el cielo. Llegamos al centro del pueblo, y alrededor de la pila había varios estudiantes que conversaban animadamente.
Antes de regresar a casa, mi padre me llevó de la mano, a paso largo, a recoger mi suéter rojo a la casa de la señora Nelly y la falda azul de cuadros rojos a la sastrería de don Anacleto. Por la noche, me dediqué a forrar los cuadernos que decían Norma y Cardenal en la pasta. De cena comimos mute de maíz amarillo, que doña Lucrecia había preparado para darnos la bienvenida a un grupo de estudiantes que íbamos a vivir en su casa. Sí, la misma señora del toldo del masato. Mis padres la conocían muy bien porque ella le había dado tanto la posada como la alimentación a mi hermano Lucho durante su secundaria.
Aún se me pone la piel de gallina al recordar las clases de historia que nos daba la profesora Gloria Aldana. Narraba con tanta pasión el proceso de las glaciaciones que yo me imaginaba el mundo completo cubierto de piedras blancas y brillantes, porque aún no conocía el hielo. Sus relatos sobre las guerras mundiales me transportaban a las trincheras y en mi mente quedaban sembrados nombres de repúblicas lejanas y de líderes mundiales importantes. Mientras disfrutaba de sus clases, yo me preguntaba si algún día podría pisar la tierra de Winston Churchill o si acaso mis ojos podrían apreciar el muro de Berlín.
Todas estas conjeturas mentales eran aterrizadas al escudriñar el mapamundi, con ella misma, en las clases de geografía. Para viajar a Europa había que irse en avión, o en carabela como lo hiciera Cristóbal Colón. Yo vivía en Chiscas, donde para ir a la capital se necesitaba viajar una noche completa, en el autobús de la empresa Expreso Paz del Río. Europa quedaba lejísimos, reflexionaba yo, pero al mismo tiempo, el pico de Rechíniga me invitaba a soñar, me recordaba que su punta estaba dirigida hacia arriba, mostrándome el infinito.
Desde pequeña, siempre tuve un gran interés por las palabras. La biblioteca de mi casa en el Guichalito era diminuta. Teníamos un libro de historia sagrada, el Manual de Carreño, el Catecismo del padre Astete y la cartilla La Alegría de leer, que nos la sabíamos de memoria. Esta biblioteca se agigantó cuando nos mudamos a la finca La Cabrera y le añadimos un libro traído por mi hermano Juancho, que decía en la cubierta “El pequeño Larousse.” En este diccionario aprendí lo qué era una metáfora, una anáfora y una epífora, palabras con sonidos preciosos que escuchaba en mis clases de español.
Un día en una clase de religión la señorita Gladys Caycedo nos leyó un pasaje del Evangelio de San Juan que decía: “Y el verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros.” Mi mente estrecha en ese momento no pudo comprender el concepto de la palabra “verbo” en términos teológicos, de manera que abrazó la definición del profesor Daniel Antolínez, que se quedó esculpida en mi memoria para siempre: “Verbo es la palabra que indica acción o movimiento y se puede conjugar.”
Definitivamente, la materia que más me gustaba era el español. En algunas de las clases, el profesor Antolínez recitaba fragmentos de las obras de García Márquez. Todavía recuerdo, como si fuera ayer, sus palabras: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las cinco y media de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo…” de Crónica de una muerte anunciada. Ahí, en sus lecciones se engendró mi amor por la escritura y el mundo de las letras.
De las clases de matemáticas recuerdo que el profesor Víctor Suárez nos explicaba que (a+b)² era equivalente a: a²+2ab+b². Él reiteraba que a eso se le llamaba binomio cuadrado perfecto.
Lidiar con conceptos abstractos producía dolor de cabeza y un susto enorme de perder la materia. Este pánico era calmado haciendo un soplete que elaborábamos en grupo, algunos compañeros y yo, después de habernos aprendido de memoria una cantidad de ecuaciones y fórmulas matemáticas. El objetivo del soplete era ese, el de recordar, porque nunca tuve el valor de usarlo como ayuda para pasar un examen.
Una noche, le pregunté a mi padre si él sabía para qué me podría servir en la vida el resultado de (a+b) ². Él me respondió que el único cuadrado que él conocía a ciencia cierta era el del retablo de madera de la Virgen de Chiquinquirá que mi madre tenía en un altar en la pared de la casa. Terminó la conversación diciéndome que lo que enseñaban en el colegio era útil, así en ese momento yo no supiera para qué me iba a servir ese conocimiento en el futuro, que los profesores se habían quemado las pestañas estudiando para enseñar cosas valiosas a los pupilos.
Nepito Becerra era más práctico con las matemáticas. Un día llegó al salón con una cajita, o para decirlo en términos más elaborados, con una figura geométrica azul en forma de cubo, hecha en cartulina, cuyos lados medían diez centímetros. Nos dijo que a esa unidad de volumen se le llamaba decímetro cúbico. Debajo del brazo, llevaba el resto de la cartulina y con ella hizo una especie de cruz a la que después cortó y unió con cinta pegante, para mostrarnos cómo debíamos hacer un decímetro cúbico en casa, que era la tarea para la semana siguiente.
En producción agropecuaria aprendí sobre la procedencia de las ovejas. A mi padre le parecía conveniente que supiéramos esos detalles porque él ya nos había enseñado a motilar en casa. El profesor Gustavo Cuadros repetía que la raza Lincoln provenía de un condado británico llamado Lincolnshire. Al contarles eso, mi hermana Tun agregaba que ahí de paso repasábamos el inglés que nos enseñaba la profesora Emma Ruiz. Nunca me imaginé que 20 años más tarde ese mismo condado me iba a abrir los brazos para convertirse en mi hogar.
De mi primer año de colegio, recuerdo muy bien las clases de producción agrícola. El nombre técnico de la zanahoria era daucus cartora. El sobrenombre me gustó tanto que aún hoy en día lo escribo así en mi lista de mercado. Sin embargo, mi afección por los temas agropecuarios desapareció al poco tiempo cuando la profe Rosa María nos puso de tarea llevar un bulto de abono orgánico.
Un compañero que venía de Duartes llegó el lunes por la tarde a la clase de proyectos cubierto con un mantel de plástico. El abono que él había recolectado era fresco y del plástico que le protegía el uniforme caían gotas de agua verde de un olor hostigaste. La profesora le puso 5 de nota. Una china que venía de Las Higueras presentó un bulto de cagajón seco y a ella le dieron un 4. En medio de la lista, había otra compañera de Peña Blanca que entregó su tarea en una mochila de fique que tenía una cenefa azul y rosada. Ella también sacó 4.
Atónitos, algunos estudiantes fruncieron el ceño; otros abrían lentamente la boca, y aún el viento de los eucaliptos se calmó, añadiéndole drama al asunto. Una chicuela que vivía por los lados de La Poceta rompió el silencio y justificó la nota diciendo que el abono de la mochila era de mejor calidad. Al instante, escuché un susurro de un estudiante que era súper listo, donde se preguntaba que si acaso la boñiga también tenía calidad.
Mis padres, siempre querían saber sobre lo que yo aprendía en el colegio. Al comentarles sobre los deberes del abono, mi padre concluyó que la nota de 4 era justa, pues la niña había llevado el estiércol triturado, casi que en polvo.
- ¿Y cuál fue su nota? - preguntó mi madre.
Sin vacilar, yo le respondí que cero. Le expliqué que había dos clases grandes en año seis y que los que se habían tomado el trabajo de recoger el abono primero, no nos habían dejado nada al resto.
Al escuchar mi confesión, mi hermano Pepe me dijo que yo era tan mala estudiante que no servía ni para recoger mierda. Mi hermana Checha, que estaba en el patio echándole maíz a las gallinas, se solidarizó conmigo y le replicó que lo que yo tenía era suerte, porque la mierda ya la habían limpiado otros.
La discusión empezaba a acalorarse. Mi madre pegó un grito y le puso fin a la conversación. Me miró con firmeza y me dijo:
- Las tareas del colegio son para ser hechas.
Me dio dos costales y me mandó a recoger plastas por toda la finca. Los dos bultos fueron llevados al colegio durante el fin de semana y guardados en el taller de don Humberto Ríos para ser entregados a la profesora el lunes siguiente.
Son tantos recuerdos bellos de mi colegio: la banda de guerra, los desfiles, las semanas culturales, los intercolegiados, las izadas de bandera, las competencias de maratón, los rosarios del mes de mayo, los centros culturales, las idas a tomar tinto en la tienda de doña Joaquina, en fin.
Mi colegio, mi escuela secundaria, o como dirían en la península ibérica, mi instituto. ¿Cómo no querer a mi colegio? ¿Cómo no recordarlo con afecto si ahí se formaron los cimientos de mi vida?
A mi colegio, a mis profes, a mis compañeros de clase, a tod@s mi gratitud y mi amor por siempre. ¡Feliz Aniversario!
Que sobria y mágica descripción de esos momentos vividos en tu pueblo con todos aquellos que engrandecieron el saber, con vivencias y la simplicidad de plasmar los recuerdos con bsi apenas fueran vividos... Saludos
ReplyDeleteHow delightful and insightful to me, as to how our educational experience forms who we are today. As a person who is dreaming about how to improve the educational experience, I appreciated this perspective and a style reminiscent of our beloved G.G.Marquez. Thanks 🙏🏻
DeleteGracias por leerme y me encanta que le haya gustado el artículo.
DeleteThanks for your lovely words Mrs Narda N. Your comment about my style being reminiscent of GABO is very generous of you. When I was little I thought I was the GABO of my town.
ReplyDeleteMuy bellas memorias de mi amado colegio. Gracias por escribir
ReplyDeleteDe nada. Graciar por leerme!
DeleteExcelente artículo ...Me reí y recordé cada momento vivido en mi colegio...todo esto y más lo viví en mi época de estudiante con esos profesores que me brindaron tan bellas enseñanzas.... gracias por el artículo.
ReplyDeleteMe encanta saber que se haya reído con el artículo. Lo hice con mucho chariño y también me divertí escribiéndolo. Feliz día!
DeleteQue hermoso relato y que bien describes la vida en el colegio. Mil gracias por tener en cuenta en tu relato a dos personitas muy importantes en mi vida...mi tía Lolita y mi padre Daniel Antolinez, gracias 🫂
ReplyDeleteGracias por leerme y por to comentario. Un saludo especial para Lolilta y desde luego todo mi afecto para el profe Daniel. Bendiciones
DeleteSupongo que para muchos paisanos ya saben y recuerdan a Isabel, pero yo estoy perdido en mi memoria porque no doy ni atisbos de saber quién eres y cuál tu familia...le escribe .. Víctorh Caicedo del Pueblo de las Mercedes
ReplyDeleteIsabel es muy grato saber que ex alumnos del colegio de Chiscas han volado muy alto, este relato de las vivencias en el colegio nos transporta en el tiempo
ReplyDeleteSería maravilloso que siguiera este relato, sinceras felicitaciones
Soy hija de José Moñitos, en sus recuerdos debe haber historia sobre mi padre
Gracias por dedicar el tiempo al escribir el artículo
Gracias por su generoso comentario. Claro que recuerdo a don José y tamibié a su sra madre y a su hermana. Bendiciones
DeleteUna pregunta, Jairo te dictó clase
ReplyDeleteMuy atrevida de mi parte pedirte el número de WhatsApp
Hola Aydé. Grato saludarla por estos medios. No, el profe Parra no me dictó. Nos podemos comunicdar for Facebook. Le he mandado una solicitud. Bendiciones.
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